viernes, 26 de marzo de 2010

Un habitáculo II-Parte II-

-Soy…Felipe- me respondés.
-¿Felipe?- replico.
-Sí…Felipe.-

Las puertas se abren y unos cuantos pasajeros descienden.

-¿Qué estación es?- pregunto.
-Uruguay… ¿dónde bajás?-
-Voy hasta el final. Ah, me llamo Julieta. Un gusto.-
-Un gusto…Julieta.-

Te llevás un cigarrillo a la boca, decidido. Todos te miran como a un loco pero nadie dice nada. Me mirás fugazmente, hacés una mueca inefable, reponés el cigarrillo a su cajita y comentás al paso:

-Siempre olvido que está prohibido fumar en los subtes.-

Las miradas retoman el desinterés previo a ese agravio no denunciado en los puntos inasibles de aquel paisaje oscuro y veloz. Quienes llevan dichas miradas son los mismos semblantes signados por la resignación y la desesperanza.

-Siempre lo olvidó.- volvés a sugerir.
-Veo… ¿vos dónde bajás?-
-Voy hasta el final también.-

Te ves algo ansioso. De cuando en cuando extraés un libro de tu bolsito, leés algunas líneas y volvés a guardarlo.

-¿Estás bien?- inquiero.
-Sí…gracias. Es que no soporto estar en lugares cerrados. Me siento atrapado.-
-Ajá. Entiendo.-

Se abren las puertas. Hay empujones y puteadas. Reímos de un viejo que atareado por la caótica situación lanza una seguidilla de improperios contra el gobierno, la televisión y la madre de Majul. Al otro lado del coche un grupo de adolescentes se saca fotos con sus celulares y escuchan música con sonidos trivales. Todos se lamentan de estos cotidianos padeceres y continuamente envían mensajes de texto a otros seres seguramente más aquejados que ellos pero la ignorancia sobre el acontecer ajeno les regala la ilusión de una palabra feliz, esperanzada y hasta hipócrita…

-¿Vivís cerca de Plaza de Mayo?- te pregunto queriendo retomar el hilo de la conversación.
-A diez cuadras. Sobre Rivadavia. ¿Vos?-
-A cinco cuadras de la estación Once.-
-¿No te convenía bajar en Pasteur?-
-Si. Pero no voy a mi casa. De vez en cuando voy a sentarme a Plaza de Mayo a mirar la gente, las palomas, en fin…-
-¿En fin?-
-Nada…en fin…llegamos.-

Descendemos junto a toda la multitud. Ninguno de los dos se despide. Nos contamos anécdotas sin importancia aparente mientras subimos por las escaleras. De vuelta en el fragor de esta Buenos Aires de diciembre, nos miramos como queriendo emular a dos cangrejos y, en modo alguno, logramos ese cometido. Tanto es así que retrocedemos un par de cuadras sobre Corrientes hasta su intersección con Reconquista.
En ese trayecto fumás un cigarrillo, jugás con las palabras y las palabras conmigo. ¡Qué pequeño puede ser el mundo cuando dos personas se conocen! (¡Y qué inmenso puede llegar a ser un momento!, ¡tan hondo que causa vértigo asomarse por él!)
Doblamos por Reconquista, caminamos unas cuadras y nos chocamos con la plaza:

-En fin…llegamos.- me decís sonriendo.
-Así es.-
-Sentémonos. ¿Así que Julieta, eh?-
-Sí, Julieta.-
-Es el momento en que uno tiene la habilidad de decir estupideces así que…¿qué hacés sentada charlando conmigo?-
-Tu teoría sobre el momento es fácil de comprobar…-
-Será esa habilidad que tiene un hombre para acercarse a una mujer. Decir estupideces tratando de llenar el hueco vacío que resta entre una y otra palabra.-
-No lo se. Quizá ya no estemos acá, de alguna manera.-

No comprendo lo que digo. Vos tampoco. Sin querer o no tanto seguimos jugando con las palabras y…las palabras con nosotros.
Me da la sensación que ha desaparecido el tiempo. Nos congregamos a revivir un eterno dejavú, a dar a luz un fantasma que sentimos estuvo siempre por detrás y del que ninguno antes se había percatado de su efímera presencia. Lo extraño es ese sonido palabrero tan estridente, macizo y desafiante que suena como si todo hubiera estado en el mismo lugar desde siempre.
El destino nos convence a caminar por Avenida Rivadavia. Transeúntes y más transeúntes. Calles y más calles. Te digo:

-¿Vamos en subte?-
-¡Cuánto tiempo se escapa por el subte!- responde un niño corriendo en dirección a la plaza.

Reímos sorprendidos y asentís. Subte Línea A. Rivadavia y Piedras. Subimos a bordo. Hay empujones y puteadas. Reímos de un joven que atareado por la caótica situación lanza una seguidilla de improperios contra el campo, los diarios y la madre de… Siento como los segundos congenian minutos…los días, meses…y los meses…
Se abren las puertas. Estación Castelli. Descendemos junto a unas pocas personas. No nos despedimos. Nos contamos anécdotas sin importancia aparente mientras subimos por las escaleras.
De vuelta en la locura de esta Buenos Aires de abril, nos miramos como queriendo emular a dos cangrejos, tanto es así que retrocedemos por Rivadavia hasta su intersección con Pasteur.
En ese trayecto me besás, fumás un cigarrillo y apagás otros tres:

-Tengo miedo de que pase este instante.- te digo.
-Es tan hondo que da miedo asomarse por el.-

Doblamos por Pasteur, caminamos un par de cuadras y… me volvés a besar. Presiento que me vas a decir algo pero no lo hacés.

-En fin…ésta es mi casa.- te susurro al oído.
-Siento haber estado antes acá.-
-¿Así que…?-
-Sí.-
-Bueno.-

Subimos por el ascensor. Piso 5.

-Quizá nos hemos cruzado antes.-
-En la calle…en la plaza…seguramente.-

Caminamos juntos unos metros y encontramos una puerta. Tomo una llave de mi bolsillo y la prolongo en la cerradura…

-Seguramente.- repito.

Abro la puerta y sentimos que algo despierta.

-¿Dijiste algo?- me preguntás.
-También escuché una voz. No he dicho nada.-
-No me hagas caso.-

Me mirás sin decir nada. Te miro sin poder parar de hablar.
Los cuerpos reducen la distancia, las manos…la ropa. Nos hundimos salvajemente en ese preciado instante sin darnos cuenta. Tan profundo…tan atemporal, tan lejano como mis palabras:

-Te amo…-

No respondés y me angustio. Te beso y no respirás.
Apoyo mis oídos sobre tu pecho y escucho cómo se va esparciendo el último eco sobre todo tu cuerpo. Mis lágrimas comienzan a llover sobre tu cara, sobre tu sexo y, al fina, sobre vos…
De pronto descubro que las lágrimas resbalan y caen por el agujero de tu ombligo. Poco a poco, todo se lo va devorando tu ombligo.
Soy testigo de ese fenómeno surreal que me asusta y me atrae paradójicamente. Desaparece todo lo que cae dentro tuyo. Y sigue atrayendo…
Me visto tan rápido puedo, abro la puerta y comienzo a correr desesperadamente.
Bajo por las escaleras sintiendo cada vez más pesado mi cuerpo. Detrás de mí se teje el mismo precipicio, el fin del mundo…
No me detengo hasta llegar a la calle. Un anciano lanza una carcajada y exclama:

-¡Bienvenido al mundo!-

Titubeo un instante y sigo corriendo sin destino preciso. Al doblar una esquina me topo con un muchacho que repite:

-¡Cuánto tiempo se escapa por el subte, señora!-
-¿Qué decís?-
-¿Sabe qué año es?-
-Sí…2009.-
-No. 2020.-

Sin darme tiempo a replicar, escapa corriendo…

-¡No vuelva hacia allá!- grito pero ya nadie escucha.

Subte Línea A. Rivadavia y Pasteur. Subo a bordo. No hay nadie más que yo. Me contemplo en uno de los vidrios y veo cuánto ha envejecido mi cuerpo.
Siento cómo los pensamientos y la realidad que resisten a ser devorados, se estirar tanto que las distancias se van volviendo infinitas. Todo demora en ocurrir, hasta el pestañeo más insignificante.
El coche llega a la última estación. Las puertas demoran mil años en abrirse. Desciendo agitada. Recuerdo cada momento de mi vida.
Mientras subo por las escaleras, presiento que Dios va a aparecer pero solo descubro una sombra frágil. La misma que trepa el último peldaño y se desmaya.
La realidad se evapora…

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Voces